sábado, 21 de abril de 2012

El silencio
Oye, hijo mío, el silencio.Es un silencio ondulado,un silencio,donde resbalan valles y ecos y que inclina las frentes hacia el suelo.

Federico García Lorca

Al estudiar sucesos históricos que afectaron a colectivos enteros —pueblos, naciones, grupos religiosos— surge inevitablemente la pregunta: ¿Cuándo y de qué manera dejan de marcar los grandes acontecimientos a un colectivo? ¿Cuándo se acaba la Primera Guerra Mundial, la Guerra Civil española?, ¿cuándo el Holocausto judío?

El verano de 2005 murió Albert Marshall, a la edad de 107 años. Fue el último superviviente de la campaña del Somme, en la que había participado como soldado durante la Primera Guerra Mundial. El 23 de diciembre de 2005 murió Harold Lawton, el último soldado inglés, a la edad de 106 años. De los más de 70 millones de hombres movilizados durante la Primera Guerra Mundial tal vez quede vivo un puñado. Todavía viven personas que se acuerdan de los horrores de esta guerra, que la vivieron en carne propia. Niños y adolescentes que perdieron a su padre o a otro familiar, o que sufrieron las batallas de cerca, o que casi murieron por la hambruna. Pero los últimos soldados se mueren, y con ellos sus recuerdos. Sólo ahora, con su muerte, acaba la guerra en un nivel mas profundo. Una vez que muera el último testigo directo de esta guerra, alrededor del año 2020, ya sólo quedarán los ecos de los sucesos en las generaciones posteriores. Ecos que han marcado y siguen marcando a la segunda, tercera y cuarta generaciones.

¿Por qué se constela un sistema familiar de origen normalmente hasta la generación de los abuelos e incluso de los bisabuelos? ¿Qué hace que las generaciones anteriores parezcan más retiradas, descansando más profundamente en el reino de los muertos? Pien­so que tiene que ver con los recuerdos directos de los vivos. Aunque mis abuelos y tal vez mis padres ya hayan muerto, ellos siguen vivos en mis recuerdos hasta el último día de mi vida. Cuando yo muera, “morirán” todavía más conmigo, se alejarán de sus descendientes vivos. Y con ellos los traumas colectivos de su generación. Así, sólo con la muerte del último bisnieto que todavía tenga recuerdos de su bisabuelo que luchó en la Primera Guerra Mundial, la guerra caerá en el olvido, sumergiéndose en el inconsciente de la humanidad, y sólo quedaran los libros de historia.



Se podrían distinguir varias etapas de este proceso. La primera etapa es el fin del suceso, que en el caso de la Primera Guerra Mundial ocurrió el 11 de noviembre de 1918. Después del fin del suceso, empieza una segunda etapa. El colectivo sufre las consecuencias directas y las secuelas de lo que pasó. Muchas veces se observa que entre los actores y testigos empieza un periodo en el que lo fundamental es mirar hacia delante y evitar los recuerdos dolorosos. Cuesta asumir las culpas y las responsabilidades. Hay tendencias a incluir en el recuento solamente las víctimas propias, ignorando a las del otro bando. La segunda y tercera generaciones entran en escena y tienen que manejar las ausencias, traumas y carencias de sus padres, con todas las consecuencias que tan a menudo vemos en las Constelaciones Familiares. Es un proceso de integración complejo y difícil. Sólo una vez que la primera generación está retirada de la vida pública y de los lugares de poder de la sociedad, jubilada o ya muerta, parecen posibles ciertos pasos. En España tuvieron que pasar 60 años hasta que se empezaran a desenterrar de muchas fosas comunes los restos de los republicanos fusilados en la Guerra Civil y así poder darles un lugar digno y visible en el cementerio, junto a sus familiares. En Alemania pasó más de medio siglo hasta que se pudo hablar y reconocer a las propias víctimas civiles de la Segunda Guerra Mundial, para devolverles su dignidad. Finalmente, la segunda etapa acaba con la muerte de sus últimos actores y testigos, después de aproximadamente un siglo.

Aunque los efectos de un suceso histórico disminuyen en cada generación, sus ecos y resonancias continúan y pueden perdurar más tiempo. Ello dependerá ya de la gravedad de los sucesos concretos en cada familia, de qué forma un miembro u otro estuvo involucrado en su momento. Sucesos realmente graves pueden mantenerse “vivos” en un sistema familiar durante seis, siete e incluso más generaciones. Ésta es la experiencia de Anne Shuetzenberger en su investigación psicogenealógica, o de Daan van Kampenhout en su trabajo chamánico, entre otros. En términos generales pienso que con la muerte de los familiares que guardan recuerdos de los actores y testigos se cierra esta tercera etapa.

Sólo después la guerra se absorbe completamente en el inconsciente colectivo, donde mantiene su influencia en el alma colectiva.



Almas colectivas



Somos individuos que viven su vida bajo la influencia del sistema familiar, como se puede ver con claridad en las Constelaciones Familiares. Pero no sólo participamos en el sistema familiar, sino también en sistemas colectivos más grandes, la nación por ejemplo. ¿De qué manera nos pueden influir estos sistemas?

Cada colectivo es un sistema y desarrolla unos contenidos y dinámicas propias, así como una conciencia propia. Un colectivo que permanece durante un tiempo suficiente desarrolla estructuras y cualidades que son independientes de las cualidades de los individuos que lo componen, ya que éstos sólo participan por un tiempo limitado y más bien breve. Los miembros individuales se desvanecen, mientras el sistema se mantiene. Así, no sólo posee su propia vida y sus propias motivaciones y objetivos, sino también el poder de influir en sus miembros individuales. Mantiene y defiende su propia identidad y sólo se deja cambiar de una manera lenta.

El concepto de C. G. Jung del inconsciente colectivo tiene mucho en común con la idea del alma colectiva:

“El inconsciente colectivo es la parte del alma que se puede distinguir del inconsciente personal, ya que no debe su existencia a una experiencia propia y por eso no es una adquisición personal. Mientras que el inconsciente personal en lo esencial consiste en contenidos que fueron conscientes en algún momento pero salieron del consciente porque se olvidaron o reprimieron, los contenidos del inconsciente colectivo nunca fueron conscientes y por eso nunca fueron adquiridos individualmente”.

“El modelo del mundo en el que nace un individuo ya le es innato como imagen virtual. Y de esta manera le son innatos padres, mujer, hijos, nacimiento y muerte como imágenes virtuales, como disposiciones psíquicas (como arquetipos). Estas categorías aprióricas son por supuesto de naturaleza colectiva, son imágenes de padres, mujer e hijos en general... De alguna manera son el resultado de todas las experiencias del linaje de los ancestros”.

Ahora bien, hay que mirar al inconsciente colectivo de manera diferenciada. Más allá del inconsciente personal están los inconscientes de sistemas o entidades más grandes, como las de la familia, la tribu, las unidades nacionales, la humanidad. El siguiente diagrama (de Marie-Louise von Franz) es una ilustración simplificada del inconsciente colectivo. Las letras significan: el inconsciente personal (A), el inconsciente familiar (B), el inconsciente de grupos mayores (C), el inconsciente de unidades nacionales (D), y finalmente el inconsciente que comparte toda la humanidad (E).





El conjunto se podría llamar la gran alma en la que participa toda la humanidad. En palabras de Bert Hellinger: “Mi imagen del alma es que es grande, y que no tenemos un alma sino que estamos en un alma, participamos en ella. Esta gran alma incluye tanto el reino de los vivos como el reino de los muertos”. Rupert Sheldrake habla del campo mórfico humano. Un comentario aparte: En mi opinión la geometría fractal, desarrollada por Benoit Mandelbrot, es un modelo excelente para ilustrar de qué manera toda la humanidad está conectada y cómo es posible que alguien, en una Constelación Familiar, pueda representar de manera precisa a otra persona, mas allá de las limitaciones del espacio y del tiempo.

Un alma colectiva se compone de sus diferentes elementos. Se­ría comparable con el cuerpo humano con todos sus huesos, órganos, músculos ... Cada alma colectiva se forma a través de los pensamientos y experiencias de sus diferentes elementos, de sus miembros individuales, a lo largo del tiempo. Como ejemplo examinaremos de qué elementos se compone el “cuerpo español”. Esta lista es el resultado de un ritual con Daan van Kampenhout –realizado en octubre de 2005 en un taller en Madrid– sobre el alma de España:

• Castellanos

• Andaluces

• Extremeños

• Aragoneses

• Vascos

• Catalanes

• Gallegos

• Isleños

• Gitanos

• Judíos

• Moros

• Católicos

• Inquisidores

• Homosexuales

• Íberos, fenicios, griegos, cartagineses, romanos y visigodos

• Descendientes de indígenas de las colonias españolas

• Descendientes de los colonizadores en las anteriores colonias

• Emigrantes que viven fuera del país

• Inmigrantes de Europa

• Inmigrantes de África

• Inmigrantes de Latinoamérica

• Inmigrantes de Asia

• Etc.



Si se examina el alma colectiva española hay que tener en cuenta la duración del tiempo en que se ha formado, para entender sus estructuras y cualidades específicas. A lo largo de su historia ocurrieron sucesos importantes que dejaron profundas huellas en su inconsciente colectivo. Dejemos que hable Juan Goytisolo, citado desde su libro España y los españoles (1969):



“La casi simultánea expulsión de los judíos no conversos y la que operara con los moriscos en 1610 en aras de la unidad religiosa de los españoles equivalen, según el criterio oficial, a la eliminación del corpus del país de dos comunidades extrañas que, no obstante la dilatada convivencia con la cristiana vencedora, no se españolizaron jamás (a diferencia de los fenicios, griegos, cartagineses, romanos y visigodos). (...)

Esta interpretación de nuestro pasado histórico no se ajusta, ni mucho menos, a la verdad. Como ha señalado con pertinencia Américo Castro, íberos, celtas, romanos y visigodos no fueron nunca españoles, y sí lo fueron, en cambio, a partir del siglo X, los musulmanes y judíos que, en estrecha convivencia con los cristianos, configuran la peculiar civilización española, fruto de una triple concepción del hombre, islámica, cristiana y judaica. El esplendor de la cultura arábigo-cordobesa y el papel desempeñado por los hebreos en su introducción en los reinos cristianos de la Península modelan de modo decisivo la futura identidad de los españoles, diferenciándolos radicalmente de los restantes pueblos del Occidente europeo. (...)

Cuando los Reyes Católicos acaban con el último reino moro de la Península y decretan la expulsión de los judíos asistimos al primer acto de una tragedia que, durante siglos, va a determinar, con rigurosidad impecable, la conducta y actitud vital de los españoles. Contrariamente a la versión oficial de nuestros historiadores, el edicto de expulsión de los judíos no cimenta en absoluto la unión de aquéllos; antes bien, los escinde, los traumatiza, los desgarra. En efecto: desde finales del siglo XIV, numerosos españoles de casta hebrea, para conjurar el espectro del pogromo que comenzaba a cernirse sobre ellos, se habían convertido prudentemente al cristianismo y, en 1492, comunidades enteras ingresaron in extremis en las filas de los “marranos” para evitar el brutal desarraigo. Y, a partir de esta fecha, los cristianos ya no son, sin más, cristianos: en adelante se dividirán en cristianos “viejos” y “nuevos”, separados estos últimos del resto de la comunidad por los denominados estatutos de “limpieza de sangre”. El bautismo no nivelará nunca las diferencias entre unos y otros: aun en los casos de conversión sincera (que los hubo), e incluso tratándose de descendientes de conversos (a veces de cuatro y cinco generaciones), la frontera subsistirá en virtud de los rígidos criterios de la casta triunfante. Desde 1481, la Inquisición vigila ya estrechamente la ortodoxia de los nuevos cristianos.

Las bases de la discordia secular entre españoles aparecen netamente desde entonces y la herida abierta por el edicto real de marzo de 1492 no cicatrizará nunca”.

Si en un sistema colectivo rigen las mismas leyes que en el sistema familiar, los llamados órdenes del amor, entonces la negación de la pertenencia de los judíos y moros españoles tiene que haber perjudicado de manera profunda a este sistema español y a su alma. Varios siglos después, la Guerra Civil entre (1936 y 1939) pa­re­ce una prolongación de la misma dinámica, una lucha entre Caín y Abel en el intento de excluirse mutuamente, que dio como resultado el exilio de un millón de españoles.

También la colonización de Latinoamérica, a partir de su descubrimiento por Cristóbal Colón en 1492, con la consiguiente ma­tan­za de indígenas y el comercio con esclavos procedentes de África para explotar las nuevas colonias entre el siglo XVI y XVIII, tienen que haber dejado huella en el alma española, por los lazos que se formaron entre los perpetradores y sus víctimas. (En este sentido se podría comprender la actual inmigración masiva de los magrebíes, africanos y latinoamericanos como un movimiento de compensación).

Cada país tiene sus propias dinámicas: no se observa lo mismo ni en la misma intensidad en distintos países. El tema de la separación y la exclusión aparece con frecuencia en las demandas de los participantes en los talleres de Constelaciones Familiares en España. Claramente es un tema dominante. Tiene que ver con el alma colectiva española, y la exclusión histórica de colectivos que ya forman parte del alma española hace que esto se refleje incluso en la actualidad en los destinos de las familias e individuos que participan en esta alma colectiva y viven bajo su influencia.



Peter Bourquin, noviembre 2005



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